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La sepultura de la gloria

Un escritor puede malograrse si nadie le hace ningún caso, y también si le hacen demasiado; si descuida el tono de su voz para convertirse en un portavoz de algo

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Günter Grass. / AFP

La grandilocuencia es lo contrario de la literatura. En la literatura siempre hay un antídoto contra las grandes palabras gaseosas, contra las abstracciones sonoras que suelen publicar como titulares los periódicos cuando muere un escritor muy conocido, viejo o muy viejo, canonizado y embalsamado por grandes honores de los que se le hizo entrega en medio de un fragor de discursos. Veo titulares sobre difuntos recientes: “América Latina llora a Eduardo Galeano”; “Muere Günter Grass, la conciencia de Alemania”. Otro más, que acabo de descubrir: “Todos somos Gabo”.

Se ve que las palabras son gratis. Llantos continentales, conciencias capaces de abarcar países enteros, unanimidades de entusiasmo. La literatura es precisión a una escala casi molecular: el brillo o el golpe seco de una palabra justa, la chispa como de pedernal golpeado, la reacción química cuando se combinan dos palabras bien elegidas, imantadas entre sí. La literatura es lo que no puede ser dicho de otra manera y lo que necesita ser leído despacio y en voz alta, al menos dos veces, en soledad o en pareja, en un grupo reducido, no mayor del que requiere un cantaor flamenco o una formación de cámara. La grandilocuencia es amplificación desmedida para anchuras de estadios, para estrellas geriátricas del rock o sumos pontífices o caudillos salvadores. La literatura es como esa música que empieza a perder algo en cuanto se la amplifica, porque en el fondo aspira a la atmósfera recogida que estuvo en su origen, el pequeño grupo humano congregado en torno a un narrador.

Una gran parte de la literatura hace directamente escarnio de la grandilocuencia y la pompa. A través de la burla de las palabras oficiales y las rutinas muertas del lenguaje la literatura restaura la claridad del idioma, su furia y su burla. Todo el Quijote es un catálogo de parodias verbales que desbaratan desde dentro la sustancia pútrida de los lenguajes oficiales, la rimbombancia de los artificios retóricos que solo sirven para entontecer la conciencia y propagar la mentira. El Maese Pedro rufián con un ojo tapado le da al muchacho que le ayuda a manejar su retablo un consejo definitivo: “Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala”. En Ulises casi cada personaje sufre un caso particular de palabrería enajenada. Un furibundo patriota irlandés truena consignas amenazadoras en una taberna y ruge grandes vendavales de mayúsculas y anatemas, como un dios Eolo irascible y borracho. Quien menos habla en la novela es quien más mira y más escucha, el señor Leopold Bloom, el que ha aprendido a desconfiar de las palabras rotundas y goza con discreción de las cosas concretas, los sabores y olores, la modesta gloria de lo cotidiano. La primera frase que lo muestra ante nosotros es una declaración de terrenalidad cervantina, como el tacto de un puñado de bellotas en la mano de Don Quijote o las gallinas y las morcillas reventonas que desatan la gula de Sancho Panza en las bodas de Camacho: “El señor Leopold Bloom comía con deleite los órganos interiores de bestias y aves”, dice la traducción de José María Valverde: “Le gustaba la sopa espesa de menudillos, las mollejas de sabor a nuez, el corazón relleno asado, las tajadas de hígado rebozadas con miga de corteza, las huevas de bacalao fritas”.

Un escritor puede malograrse si nadie le hace ningún caso, y también si le hacen demasiado

Frente a las abstracciones de la ideología y de la propaganda, que pueden ser a la vez banales y terribles, la literatura se fija en lo concreto del mundo: nunca en la humanidad, con o sin hache mayúscula, sino en algunos seres humanos, y desde luego no en la conciencia de ninguna nación, y casi nunca en la de seres de antemano excepcionales, sino precisamente en lo contrario, en los pensamientos, los gestos, los deseos, las conversaciones de personas vulgares, a veces extravagantes, y hasta poco recomendables. A los estudiantes de literatura se les quiere adoctrinar en lo que significan o simbolizan los personajes de las novelas. Pero un personaje de verdad no simboliza nada, no es una pantalla de papel que envuelve una de esas preciadas significaciones abstractas que aman tanto los expertos. “Un poema no debe significar, sino ser”, dice Archibald McLeish. Un personaje es alguien, y reducirlo a categoría, a estereotipo, a símbolo, es casi tan indecente como reducir a una persona real a comparsa de una de esas grandes categorías colectivas que alimentan los integristas religiosos o políticos. En cualquier pasaje memorable de la literatura lo que nos impresiona es la sensación de inmediatez, la rotundidad de lo preciso, aunque sea fantástico: la flor que trae del futuro lejano el viajero en el Tiempo de Wells, el olor del riñón abierto tostándose en la sartén del señor Leopold Bloom.

A un escritor se le borra en el olvido o en la indiferencia, pero se le borra en vida con mayor eficacia en la celebridad excesiva

Cuanta más gloria acumula un escritor, más inconcreto y lejano se vuelve, menos importa la realidad de las palabras comunes de las que está hecha la literatura. A un escritor se le borra en el olvido o en la indiferencia, pero se le borra en vida con mayor eficacia en la celebridad excesiva. Cada nuevo premio solemne es una paletada de tierra más en la fosa de su irrelevancia. El escritor da discursos manejando generalidades prestigiosas de estadista y cuando le hacen una entrevista las preguntas tratan del estado del mundo, de la memoria o de la conciencia nacional, si acaso del porvenir dudoso de la literatura en la época de las nuevas tecnologías, o de la soledad del hombre. Las grandes preguntas generales tienen para el reportero la doble ventaja de que suenan profundas y de que eximen de la lectura de los libros del escritor entrevistado: libros acogidos con gran revuelo público y desde hace tiempo no leídos por nadie. El escritor provoca una reverencia confusa que no obliga a nada. Le dan un nuevo premio y tiene que pronunciar un nuevo discurso espeso de vaguedades meritorias. Acaba de publicarse un volumen de ensayos y discursos de Saul Bellow, y lo que provocan en conjunto, aparte de tedio, es una gran tristeza. Hasta un novelista tan vivaz, tan sensual, tan irónico como Bellow se vuelve plomizo cuando ocupa uno de esos atriles de las grandes ocasiones oficiales, incluida la del Premio Nobel.

John Updike, que mantuvo hasta el final de su vida una privacidad laboriosa, escribió sobre Günter Grass algo que me parece certero: “He aquí un novelista que se ha vuelto tan público que ya no puede tomarse el trabajo de escribir una novela: tan solo envía comunicados a sus lectores desde la trinchera de su compromiso”. Quizás el talento es más frágil de lo que parece. Un escritor puede malograrse si nadie le hace ningún caso, y también si le hacen demasiado; si descuida lo único que tiene, el tono de su voz, para aceptar convertirse en un portavoz de algo; y si por vanidad, o por simple desidia, se deja subir a un pedestal, que puede ser también aquel bidón en el que se ve subido al viejo Sartre en las fotos, o cambia su escritorio por una tribuna. Mejor esconderse a tiempo. En la soledad del cuarto de trabajo las palabras brillan con una textura de cosas materiales. En una democracia, el único compromiso inexcusable de un escritor, como el de cualquiera, es el ejercicio común de la ciudadanía.

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